Noche
tras noche y en todo rato libre, una con otra anuda las medias de nylon de mamá…
pero eran pocas. Una en un extremo seguida en el otro por una corbata de papá,
sin cesar de enlazar una prenda de él y otra de ella reforzando siempre estas
últimas. En eso pasaba las noches, sin permitirle a nadie entrar a su
habitación, donde siempre permanecía encerrada.
A
simple vista lucía como una tira, de esas que cargan las mujeres que ya conocen
el color de la vida, la llevan liada al cuello y con ella envuelven la cabeza,
cubren el cabello y, entre vuelta y vuelta se enlazan para resguardarse del
sol. Pero ella, con total parsimonia ata y ata mientras desatiende todo cuanto ocurre a
su alrededor. A veces desata un tramo por sentir que no tiene suficiente
resistencia. Nada pareciera enturbiar su labor, salvo una que otra sonrisa, que
lleva sus lágrimas de la mejilla hacia el naciente pecho.
La
inocencia se marca en su rostro de adolescente, hace filigrana con su fina
pijama que se atornilla en la brevedad de un cuerpo que ya muestra caminos por
donde aventurarse.
Anuda
y anuda.
Son
los hados acompañándola en sus correrías de aprendiz de bruja. Espera el día de
la conmemoración de San Antonio de Papua de quien se dice, ayuda a las jóvenes
a encontrar novio, aunque ella ya tenía el suyo.
Se
habían hecho novios a escondidas. Oculto
a los otros, visible sólo para ella.
Era
un ser sibilino que acechando su candor la enamoraba, utilizaba todas las
artimañas de su rastrero embeleso, despertaba en ella su novel libido por la
que se embarca y navega a placer.
En
la chica, se dejaba notar cierta angustia, que irreverente, marcaba el ceño con
delicadas líneas.
Y
es que tiene ilusiones asustadas, pues mientras enlaza medias y corbatas, la
conversa se hace intensa, profunda, íntima, él le justifica lo simple de venir
a vivir a su lado sin peligros. Aunque invisible a sus ojos, ella le escucha y
siente el recorrido de sus manos sobre sus aun rectas caderas.
Ella
siempre tejiendo o atando, el siempre insistiendo en inducirla a que se permita
atreverse a cruzar la encrucijada que ella limita sólo por su edad.
El
argumento no puede ser más concreto.
—¡Sería
tan fácil venirte conmigo! pero para que nos encontremos tú debes hacer tu
parte y yo haré la mía. Aquí, cuando estemos juntos, te amare como nadie lo ha
hecho. Ven amada mía, insistía.
Pero
ella conoce el tema y valoriza el pensamiento obsesivo que la lleva siempre
sobre lo mismo, sus padres e incluso los tíos con los que vive, cual fantasmas
fisgones la espían a ver que ocurre cuando se recluye en su habitación, pero
nunca encuentran cual es el quehacer que la entretiene.
Ríe
a carcajadas, habla en susurros.
Pareciera
que escuchan que comparte con alguien a quien ellos no ven. Es una conversa con
frases coherentes, propias de una moza con su primer amado.
Se
interna en las cuatro paredes en una escaramuza para mostrarles que ha sido
picada por el virus del exilio. Pero ahora este podría ser definitivo. Por eso
se entretiene mientras anuda medias con corbatas.
Sus
padres comenzaron a temer por su sanidad mental, pero… ¡se la veía tan feliz!
En
la escuela, muchos de sus compañeros sufren el desden de los padres
obligándoles a comportarse como adultos. Era una jungla de seres manejándose a cuál
mejor, cada uno deseando escaparse de cuanto ellos les contaban. Pocas de sus
compañeras tienen novio, son muy jóvenes, por eso evita relatarles sus
aventuras en el cerrado marco del dormitorio.
Cómo explicarles que, aunque no lo ve, se hablan, se acarician, ¡lo
siente…! ¿Cómo hacerles comprender que ella, tan joven como las otras, ya
experimenta un erotismo precoz?
Hablan
de un camino convencional comprensible en ese mundo de los mayores. En cambio,
su enamorado afirma lo extraordinario que sería todo si ella viniese donde está
él. Era un germen de locura anidándose en su pensamiento, como si del rincón de
una vitrina de cristal se tratara. Por eso callaba, para no asumir lo
innecesario de la asistencia del santo
alcahuete.
Pero
en su familia no era la única joven ennoviada con un ser invisible.
Su
madre le había ocultado ─durante años─, que después de aquel último intento por
convencer a la familia de un amorío con un pretendiente al cual nadie conocía, Amara, su tía abuela, había
decidido descubrir la más lejana línea del horizonte colgada desde una ventana
de su habitación. Su nombre había sido sacado de una leyenda de origen griego
y significaba eternamente bella, pero cuando la
encontraron su piel estaba rígida y su rostro tenía la ávida señal de las horas
transcurridas, ya se había alejado del sentido de su nombre. Ella había cumplido
con el encuentro pautado con un incorpóreo novio que nunca nadie llegó a ver,
pero cuya perversidad la indujo a buscarle.
Más
tarde se concluyó que había sido tentada por un espíritu vil, pérfido, infame,
quien de ningún modo le dijo que su encuentro era un viaje donde no necesitaba
pasaporte.
El
amargo suceso era parte de esos secretos de familia, más no disfrazados a
voces, sino enterrados entre los pliegues de las noches.
Su
enamorado en cambio era diferente, la galanteaba con frecuencia y para él
ninguna otra era semejante a ella, por eso la enseñaba a manejar poderes y
destrezas los cuales usaba si bien nadie sabía que los poseía.
Ahora
esgrimía la magia, podía trasladar pequeños objetos de un lugar a otro, ataba
una corbata y con su sólo pensamiento podía desatarla y además, le pedía besos
y él —desde lo invisible— se los daba. Era un juego atractivo que la tenía
embelesada.
Nadie
en casa sabía lo que entre cuatro paredes ocurría… aunque un ramalazo de
íntima soledad iba dominándola.
Incapaz de continuar por el
camino que sus padres habían salpicado de reprimendas y su amante de
sugerencias, una colección de enigmáticas señales le iba bordando la decisión a tomar.
En
su memoria, la distancia insalvable
entre ella y sus compañeros de escuela la hacía hilar sueños entre lo que había
pensado conseguir cuando era una niña y lo que estaba comprobando, ahora que
daba sus primeros pasos de mujer.
Ataba corbata con
media, media con corbata mientras los pensamientos —a veces inconclusos—
llenaban su espacio bajo
el sugerente frunce de sus labios.
La
decisión iba apuntalándose. Y por que no, si ya sabía que sí se podía, ¿por que
no ella?
Venía pensando que
nunca lograría acompañar para siempre a su amado, pero éste insistía.
Un
día, llegó
de clases con una inusual felicidad, festejaba tarareando el ritmo de moda. El
brillo de sus ojos cedía a otro momento en el que los dejaba fijos, pero esto
duraba muy poco.
Tenía una audaz determinación
tomada. Iría a verle, le daría la sorpresa, sin advertirlo siquiera, y luego
regresaría para continuar al lado de sus padres. Era la diaria tarea de decidir
y era ahora cuando lo había resuelto.
Nunca había estado con
hombre alguno. Su ser no había sido jamás ultrajado y ahora tampoco lo sería,
pues irse con él sería un acto a plena voluntad y transitorio.
Comenzó a prepararse.
Un fresco baño la
llenaría de energía, las cremas para aromatizar su piel ya estaban a su alcance,
las había colocado al lado de la ducha desde anoche. Pulir su dentadura para
dejarla brillante y el otro paso fue vestirse de novia con los tímidos atuendos
nocturnos que había ido comprando a escondidas.
Hizo todo con
indudable parsimonia. Ideas insólitas llegaban a su mente. Arregló la cama
dejándola impoluta, colocó sobre la sabana un reguero de pétalos de rosas
combinadas con otros de margaritas y perfumó el ambiente con esencias. Sería
tan sólo un rato, pero para ella era un paso muy importante. El que la llevaría
a dejar atrás su niñez, y a qué negarlo, estaba ansiosa.
Una vez vestida, se
miró al espejo. Lucía como una reina, tan solo le faltaba una corona. Todo lo
demás lo llevaba puesto, unos pequeños aretes de perlas, la pulsera que su
padre le había comprado para cuando terminara la secundaria. Las uñas de los
pies y las manos, apenas llevaban un modesto barniz y en los labios se
aplicaría —bien estrujados— los pétalos de rosas sobrantes.
Ya estaba lista.
La felicidad que
esperaba, esa sensación unida a la comprobación de que el tiempo llegaba
velozmente, la dejó impávida.
Arrimó su mesa de
noche a la pared izquierda, donde estaba la ventana. Colocó casi todos sus
libros escolares sobre ella y, haciendo maromas, ato un lazo de la tira de
medias con corbatas en una de las barras superiores de la ventana.
Ya estaba lista.
Retocó sus labios con
un par de pétalos que habían quedado al descuido sobre la colcha de la cama. La
felicidad no cabía en su ser, pronto estaría con su amado. Repetidamente, a su
mente llegaba la misma frase: “Ven, amada amante”. “Ven, amada amante”.
Se montó sobre la mesa
de noche y dejó deslizar el último nudo de la tira de corbatas con medias sobre
su cuello para poderse lanzar sobre él cuando ―finalmente― le viera. Su emoción
no tenía medida.
“Ven, amada amante”.
Y entonces… un suave
movimiento derribo la mesa y quebró para siempre su aliento de cristal.