UN PUEBLO, UN POETA, UN ÁRBOL
A veces es preferible que aquello que va a suceder, lo haga sin que dé lugar a promoverlo. Justo antes de mi salida desde Caracas hacia España, Jeannette me pidió que entregara a algunas de sus amistades, los sobres que contenían su libro. Lo dejé para última hora.
Desde hace algún tiempo, 2 o tal vez 3 años, me escribo con Miguel Angel. Sólo que un día se perdió. También yo me perdí, y no volvimos a encontrarnos en la red.
Llame a Nelly, a quien debía hacer la entrega y ella me invitó a visitarla en su casa de Miraflores de la Sierra. Me dirigí a la estación en la Castellana, el carro 725 me llevaría hasta el pueblecito. El personal de la estación no tiene buen talante, sin embargo continué.
El conductor, un conocido de todos los que se montan en el vehículo. Cómodo, muy limpio, el autobús dio inicio a su habitual ruta. Yo, a una conversa –largamente distraída– con mi interno. Necesitaba esa hora de soledad y me la tomé completa. El pasar de un paisaje citadino a otro netamente de montaña que se transformaba a medida que íbamos tropezando con los diversos pueblos del camino, solo me maravillaba. Un cielo amplio, de vasto azul cubría protector la subida.
A mi encuentro, una hora más tarde, estaba Nelly. Su cálido abrazo me indicó con claridad como era la hasta entonces desconocida.
Miraflores, punto escondido a 1.100 metros de altitud en plena Sierra, sólo tiene unos 4500 habitantes, quienes disfrutan de las numerosas fuentes de agua que se esparcen por sus calles.
—¡Hola Martha! Buscaremos a los otros: Paloma y Miguel Ángel.
Lejos estaba yo de imaginar que Miguel Ángel aquel y este, serían la misma persona. Pero así son los hados: hacen a su placer. El, ya conocía de mi arribo.
Un trío de independientes, pero que se identifican entre sí por mutuos intereses.
Aún antes de mi llegada habían decidido llevarme a visitar el valle de Bustarviejo, ubicado en sentido opuesto a Madrid. Y esa fue la experiencia:
Como niños que muestran sus reliquias a un nuevo amigo, así lo hacían ellos de los rincones más profundos e íntimos de la montaña. Obviamente son habituales visitantes ávidos de desconocidos hallazgos. Los efectos energéticos de tan extraordinario rincón se comienzan a sentir incluso antes de la llegada. La aceleración, un cambio en el color de la montaña, un silbido que no se sabe desde donde sale y sólo el atropello de las ruedas de nuestros vehículos sobre la carretera.
Agreste, salvaje y aparentemente no hollado todavía por todo hombre, la exquisita sensación de soledad comienza a llevar al visitante en rústico ascenso hacia un espacio virgen. Un tímido riachuelo. Una piedra mediana y otra más grande. Muchas pequeñas. Y el límpido paraguas azul cubriéndolo todo, en aparente reposo sobre La Najarra, montaña sobre la que se hacen cuentos. Estos los hace incluso mi amigo Miguel Ángel a quien diversas experiencias le han acontecido en este, su lugar preferido.
La rutina de meditar en una ciudad, sentada en una cómoda silla, difiere totalmente de lo que significa hacerlo en este mágico lugar, a plena luz de nuestro astro rey. Sentada sobre el pasto. Cubierta solo del manto de luz. Es como si progresivamente, a medida que se establece la respiración adecuada, un elevador invisible nos llevase ascendiendo —suavemente pero en forma segura— hacia el gilocosmos.
Suspendidos.
Expectantes.
Como si desde esa otra dimensión nada existiese que no fuese nuestro propio yo, convertido en nada. En luz. En algo intangible pero real. Como si una amalgama de colores nos fuese envolviendo hasta concluir el ascenso. Y allí, ni el deslizarse del arroyuelo se escucha. Deja de existir.
Es la nada y el todo. Es sólo el Ser.
Luego el retorno. Readecuarse al entorno. Reconocerse con un cuerpo que hace momentos no teníamos. Es observar como se ha compartido la vivencia con los tres nuevos amigos.
De regreso a Miraflores. Miguel Ángel invita a tomar un hojaldre. Es pastelero de generación y allí vamos. A otra delicia, ahora de su mano experta y ¡vaya que lo hace con maestría!
Corona el centro del pueblo un viejísimo álamo cuyos claroscuros diluyen la severidad de la luz solar.
Son las 2 pm y todo descansa en el lugar. Nosotros también.
Luego de regreso a Madrid, sigo semisuspendida en aquel lugar, al que sin duda he de regresar.
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