Filipa era la viva representación del vigor. Cada mañana, el casi negro cabello castaño, liso y muy brilloso, a su andar se deslizaba por la espalda, mientras se ejercitaba para complementar la poca actividad física que tenía. Caminaba por un parque cercano, llevando bien doblada una bolsa grande y regresaba con ella llena de flores, pues no pueden faltar en casa.
Pocos conocen sus otras fortalezas. Esas que hacen única a la persona, y como eso no lo comprenden o las consideran reprobables, transforman el desconocimiento en temor, alejándose de su trato.
Les engaña a todos.
Han sido años de falsear cuanto le acontece, pero hasta en eso, ha sido notoria. Lo cierto era ¡que les había burlado!
Con apenas algo menos que un tercio de siglo en su haber, resolvió derogar el contrato matrimonial. Al saberlo sus allegados, comenzó el forcejeo para ver quien tendrían más o menos poder, si ellos o ella. Venció la desafiante tenacidad, y Filipa, tomó un rumbo sin precedentes.
Un divorcio es una ruptura con lo establecido, pero aunque exista la fractura, la disolución no es absoluta, pues siguen habiendo lazos que unen los grandes con los pequeños. Pero no es su caso. Los vínculos terminaron de romperse tan pronto se asoma a una vida desconocida y comienza a sentirse capaz de convivirla.
Cambió la cena en el restaurant asiático por la mediocre novela de las diez de la noche, y el café mañanero en bandeja de plata por amasar arepas para servirlas humeantes y abombadas, acompañadas con un poco de cacao molido. Así falsifica el café al que hace parecer chocolate y ¡ala! al colegio todos. Rápido. A estudiar, para que mamá pueda ir a trabajar, después de dejar la comida lista para cuando los chicos regresen.
Apoyada del quicio de la puerta de la terraza, esparce abundantes granos de alpiste así atrae manadas de pájaros de la montaña cercana. Mientras atado a la reja, un trozo de bambú partido al medio hace de canoa. Dentro de ella coloca algunos plátanos maduros. Son la delicia de especies poco conocidas o en vías de extinción. Habitantes de la región que, conocen su vieja costumbre y le hacen honor al sugerente aroma dulzón que emana la fruta. Bajo los arpegios de sus graznidos, los loros, arremeten para picotearla, mostrando un arcoiris emplumado.
Aves y fruta desaparecen al unísono.
El interior de su casa, se percibe en un orden impregnado de una mezcla de almizcle con desinfectantes; los ventanales admiten colarse tanto luz de luna como de sol.
Su madre, amante de las buenas maderas, transfirió sus gustos a su única hija, y el mobiliario, de vieja factura, brilla. También le legó el manejo del hogar con detalles, que no en todas partes se notan; delicadezas propias de viejas costumbres.
Ese u otro empleo, la administración del hogar, estudios para complementar sus muy magros ingresos, y ¡vivir! ocupan veinte horas de su día.
Como castigo por evidenciar socialmente el haberle dejado, su marido la deja hundida en la gran pobreza económica, mientras ella, busca riqueza en su alma. Y así ha vivido desde entonces, si bien nadie sabe de los vericuetos que hace para subsistir, en la apariencia de la abundancia cuando sólo aventajan carencias. Imaginan que todo sigue igual: el entrenador privado de gimnasia, los trajes de medida, las vacaciones para esquiar, la niñera inglesa y las clases de violín para la hija mayor.
Les engaña a todos.
Pero eso nadie lo sabe.
Esos recuerdos ponen en evidencia cordones tejidos de penas que nadie supone, tampoco cuan vulnerable es desde su apariencia de mujer fuerte…e inesperadamente, comenzó a llorar.
Pero eso nadie lo sabe.
Cuando no le falta dinero para una cosa le falta para la otra, pero diestra en el disimulo, nadie conocen la realidad. Finge que todo sigue igual, mientras una permanente tenaza aprieta por dentro, pues sostener su facha de fortaleza, es un puñal que le cuelga del vientre y ante cualquier movimiento, se hunde un poco más.
De porte arrogante, disimula sus temores con soberbia, pero le preocupa que su delicadeza se llegue a interpretar con perverso prejuicio, y esos adjetivos no cuadran con su naturaleza. Bondadosa ingenuidad, que convive con su auténtica ausencia de malicia, en un mundo de percepción mecánica que no entiende su transparencia subjetiva, y ella, aprende a esgrimirla con aplomo.
Pero eso, nadie lo nota.
Viste modosa, semejando cualquier ejecutiva bancaria. Cada seis días se engalana con la ropa que conserva de sus tiempos de esclavitud. A fuerza de cepilladas, brilla más su cabello y lo recoge en un moño inusual, que sólo requiere un breve tirón para dejarlo caer por los hombros. Su discreto vestuario no oculta el ondulado movimiento que se inicia en la cintura y empuja las caderas a uno y otro lado, cediendo a la oscilación de los pequeños y erectos glúteos. Activa la chispa de sensualidad que, sin notarlo, derrocha a su paso. La acompaña el muy tenue balanceo del par de rigideces superiores, estandartes de su torso, masas puramente físicas que fungen de sostén de la ropa.
Su rostro sigue siendo la atracción para los hombres. Sus modales para las mujeres.
Un edificio de pocos pisos, en un discreto rincón de la ciudad, aguarda su llegada. Allí no hay pájaros, ni flores, ni huele a almizcle con desinfectante. En cambio, hay hambre de manoseos y una reputación de alta vara, inservible para satisfacer aquel cuerpo compacto.
La espera el infiel.
Un mueble principal reina en el espacio, acompañando de una mesa y dos poltronas; la nevera pequeña y un amplio baño de mármol.
Horas más tarde, regresa a casa llena de bolsas de mercado, incluyendo las golosinas que les gustan a los chicos.
Se gano su sustento y el de ellos.
Así, concibe el gran engaño, basándose en las normas de apariencia para evitar que ellos extrañaran su anterior vida.
Pero no lo logra.
En cambio, fueron sus más severos jueces.
Arañando de sus trabajos, se hace de una pequeña firma donde hay una sola empleada: ella. Empresaria triunfante, culta y elegante, de hablar reposado, así se la ve hacia fuera.
Hacia adentro, es una insigne luchadora, que evita a sus hijos pasar trabajo, ni ella pedir ayuda a propios o extraños. Sabe que sólo conseguirá excusas, por eso siempre tiene dos o más trabajos, cuyas destrezas aprendió a volar volando.
Y aun así, nunca le falta una sonrisa, una palabra cálida.
Era la admirada.
Corría la mitad de su propio calendario, cuando se sacude de ese otro yugo, y cuerra la compañía con la cual durante años había obtenido algunos éxitos, pero que ya no podía sostener.
¿Errores? Los ha cometido todos, pues asiste a esta escuela sin maestro donde tiene como única guía a su intuición y, algunas veces, no sabe escuchar esa melodía. Es cuando se equivoca.
Su natural distinción, el garbo en su caminar y la paz que su rostro irradia, molesta a su paso, sobre todo por que nadie comprende la razón de ello, ni la gente cercana ni tampoco quienes la han exceptuado de sus vidas.
Ahora, ya nada tiene que decir, nada que ocultar, es una empresaria exitosa y célebre.
Momentos de recuerdos, momentos de olvido, por su mente nada se pierde, nada se escapa.
Lágrimas masticadas y tragadas sin digerir, más sin embargo, su discurso, gemelo de su aspecto, es de armonía. A ella se recurre para dilucidar inquietudes, solucionar problemas. Saben que lo que va viene y todo gira como fue plasmado en la esférica rueda de la vida, sabiduría milenaria, inserta en ella, que no falla.
Combativa, su pasión la lleva a no desmayar en la búsqueda de mejorar las condiciones que le fueron impuestas hasta por su familia. Vive de la supervivencia, del día a día, de la mañana a mañana, subyugada por amenazas que llegan de todos lados.
Pero les engaña a todos.
Nadie, ni tan siquiera una de las integrantes del grupo de las doce, podrían imaginar, que para participar de sus saraos, sus sacrificios son colosales, como son lo es su esfuerzo por aparentar poder compartir sin por ello mellar su diario conteo del dinero.
Todo es mentira. Les engaña a todos.
Cada amanecer, calcula cuidadosamente los fondos con los cuales contará para ese día y tal vez para el siguiente. Mide con diligencia sus alimentos, hace maromas para utilizar hasta la última migaja, elabora platillos que luego no puede recrear pues olvida con cuales sobras las fue armando. Todo eran sobras.
Ahora, hace emparedados y sale a ofrecerlos en el lado opuesto a su vecindario. Si los vende todos, puede contar con un dinero adicional para cualquier eventualidad, pues ya sus carnes comienzan a ser magras y ha vivido sentenciada por causa de un mal amor.
Elegancia y delicadeza compite con cultura y capacidad creadora. Viste con empaque las ropas que adquiere en un mercado cercano, el cual visita únicamente cuando aparecen las ofertas. De lo contrario, no podría adquirirlas.
Los hijos, que nunca conocieron los detalles de cómo se manejaban los haberes en casa, ni de donde salían sus zapatos de marca, ya no viven con ella y evitan visitarla. Sus recuerdos, únicamente abarcan los errores, ya olvidaron los viajes en cruceros, los paseos a la playa y los platillos para mimarlos.
Pero eso nadie lo sabe.
Habla de los “merlo” y las “cava” como una conocedora, pero sólo los toma en casa de amistades; esta al tanto del valor de los boletos aéreos, pero jamás ha montado en un avión. Pasa los días toreando culpas mientras se consuela con boleros y otras cortavenas.
Pero eso nadie lo sabe. Les embauca a todos.
Ahora, narra historias, historias que nacen de la nada. Tiene un don, una pericia, una capacidad, que bien pudiera ser un infierno, pues no lo domina ni tiene control sobre ello. Puede escribir cuentos llenos de realismo, unos de mágicas fantasías sexuales y otros de tormentos del alma. Pero de ello no habla, se dedica a amansar esa traviesa maestría, que aparece ante cuanto observa. Desde un aguamanil hasta una niña con un paraguas, luego le pone color a las sombras y sonido a los suspiros. Llena un fragmento de espacio con seres sorprendentes, donde unos vuelan, otros se cuelgan de las marquesinas de los teatros o bien hilan anhelos con globos desinflados. Para poder hacer esto, es que vende emparedados de asado con mostaza molida, pues de lo contrario, no podría sostenerse.
Se la ha dejado fuera de la cotilla social pero mantienen la familiar, de la que ocasionalmente –por un ¿involuntario? descuido también era olvidada.
Son un grupo de doce mujeres, todas participantes de los mismos sucesos, llevan las mismas cargas, iguales labores. Con una vida fatua y dorada, y aunque abrigan cicatrices por doquier, les colocan esparadrapos para ocultar las raspaduras, mientras brindan con un buen Cabernet. Si alguna de ellas intuye sus dificultades, lo sana y deja de invitarla temerosa de verse obligada a ayudarla. Pero eso nunca sucederá y sólo una del grupo parece intuir aquella otra realidad.
Todas, menos ella, se cubren con el dosel que los verdes billetes les brindan.
Todas, reunidas en las mismas circunstancias dan una inexistente apariencia de igualdad.
Todas ríen y brindan por las mismas cosas.
Ella, hace insignes esfuerzos por participar, pero no siempre lo logra.
Familiares, amistades y compañeros de colegio dejaron de anotarla en su lista de invitados, pero cuando lo hacen, ella asiste a la celebración con la mayor de las galanuras. Comparte con propios y ajenos en los momentos de socializar.
Su sonrisa y su voz esconden sus aflicciones y su faz, refleja paz.
Y cuando comprendió que su tiempo había culminado, que ya no había como disimularle los rotos a los sillones y estaba exhausta del ocultar, mientras vendía sus emparedados de asado con mostaza molida, decretó cerrar su casa a las visitas que acostumbraban deleitarse con sus historias, embelesarse con su sabiduría, y eligió, dedicarse a ser.
No habría más engaños, se había reconocido.
Era la excluida.
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