Imponía su presencia.
Sal y pimienta en la cabeza, sal y espuma en el rostro.
De mediana estatura, su caminar tenia un imperceptible y característico balanceo, propio de su sólida madurez.
Así llegó a la marina donde guardaba su Sprinter.
Romántico a rabiar, tenía un solo amor, tan sólo uno, pues los pasados lo habían golpeado de tal manera que llegó a comprender, que sólo el vaivén del mar con su ondulación. Allí ocultaba la tibieza derramada, contrastando con esa frescura del agua salpicándolo durante el vaivén de sus paseos.
Anónimas. Inseguras. Tibias, cada lágrima representaba una carencia, un dolor. Pero allí, donde sólo él escuchaba, sin testigos que emitieran juicio, se dejaba impregnar de quietud y color.
Intuía las condiciones de la mar aún antes de pedir el parte del tiempo.
No fallaba nunca, ni se arriesgaba cuando había temporales. Era el primer sorprendido. Cómo o de dónde obtenía la sutil información, no lo sabia, pero jamás, jamás se había equivocado.
Siendo tan sólo un chicuelo amante de los deportes, comenzó a rondarla. Ella le dejaba hacer.
Un viejo libro sobre relatos de mar iba marcando sus tiempos, leía y releía deleitándose con las historias de avezados marinos de aventuras insólitas, le llenaban de inquietudes. Se lo colocaba dentro de aquellas barcazas, imaginándose uno más de ellos, haciendo las mismas cosas: Amarrando velas, achicando agua, seduciendo a olas como a mujeres enamoradas.
¡Qué tiempos aquellos! se decía ya rondando la edad donde la emoción queda atrapaba. Cuando el cúmulo de experiencias vividas quedaban silenciadas con aroma de mar.
¡Qué tiempos aquellos!, cuando eran embarcaciones de vela las que se balanceaban sobre las olas. Sobre sal y espuma se jugaba a la aventura de navegar….
Tal vez su vecino y amigo viejo, exagerara un poco cuando le relataba anécdotas de episodios, vividos durante las travesías en aquellos cucuruchos marinos, aderezados de tal forma que él comenzó a interesarse en ellos.-
Le atendía con fruición.
Jacinto decía, que aquellas barcazas parecían sirenas aladas dejándose arrastrar por los vientos, mientras cargaban en su vientre viejos marinos de manos callosas, con una perspicacia sin igual para reconocer el rumbo.
Pasado el tiempo, Bruno Flavio ya sentía una atracción única por ella: la amaba, era su realidad. En sueños la encontraba y desde la intensa profundidad de su ser la enfilaba cual corcel enardecido. Cabalgaba sobre sus crestas acariciándola con lujuria.
Sus entrañas se zarandeaban de emoción cada vez que ponía sus manos sobre ella, y como todo amante, nunca la encontraba imperfecta. A sus ojos, todo en su cuerpo era donaire.
Y en ese transcurrir de lunas la fue plasmando: objeto único de sus quimeras, hasta cumplir la odisea de llegar a acunarla. Su primera pelusa en el rostro, un imperceptible y tímido vello púbico y una hebra en la axila izquierda, eran sus tesoros, los cuidaba para no verlos esfumarse. Bien sabía que en ese proceso se acercaba a ella.
Necesitaba hacerse hombre…pronto.
Soñarla lo excitaba, llenaba todos sus espacios. Donde se encontrara, la misma fantasía le seguía.
Y a ello se dedicó. A tratar de convertir en realidades sus quimeras.
La vida fue llevándolo por otros derroteros y en ese andar, llegó a dar a una universidad rodeada de tierra por todas partes, donde una ducha común para los estudiantes era lo más cercano al agua que podía disfrutar. Sus sueños seguían con ella. Acercándose cuando la deseaba, retirándose cuando comenzaba a temerla.
Además de hacerse de un título, iba aprendiendo a tener apostura con las chicas. Una suerte de seducción innata lo llevaba a ser gracioso cuando andaba con ellas, pero ni por un solo minuto abandonaba su mayor anhelo, el que había dejado en aquella orilla de playa.
Muchas nubes pasaron desde que estos hechos fueron el norte de su vida, pero no, ¡tampoco eran su norte!, tan sólo un paso más para acercarse hasta la encrespada manta que la cubría y cobijarse en ella.
El tiempo se hizo su mejor amigo.
Fue dándole la seguridad tan maltratada por la crianza del hogar.
Sencillamente era un estilo de hacer. Sus padres fueron enseñados para dar a los hijos hasta tanto aprendan, se educan, dicen los padres, a la manera correcta. Pero esa corrección era tan sólo la clonación del modelo que conocían, no había otro.
Y así, haciendo tal como hacían ellos, se convirtió en imagen y modelo de cuanto no debe ser. Y sin quebrantar lo que consideraban un buen futuro, era entender la vida en otra forma, pues ¡craso error!, se tasaban por cuanto conocían.
Midiéndose con la vida creció y un buen día un hijo se convirtió en su primer gran capital.
Sin embargo, seguía añorándola. Era su único amor.
Soñaba en conquistarla, inventarla su eterna amante.
Resueltamente, hacía temerarias conjeturas sobre cómo sería su primer abordaje a aquellas intimidades aún para él desconocidas. Hasta ahora apenas se había atrevido a un suave cortejo.
Ella le dejaba hacer.
La meta familiar era asegurarse de continuar ejerciendo su ascendencia sobre él para no perderle. La suya era bien diferente, pues ya había comprendido el concepto de respeto por la otredad.
Comenzó a incursionar en un viaje interno que le enseñaba a descubrirse, y en íntima confesión, no todo cuanto sus padres alegaban era comparable con sus anhelos. Y no era una queja ni siquiera una objeción, sencillamente él aprendía a ser, mientras ellos permanecían en el hacer.
Jacinto, también le hablaba de aventuras en los mares, él sentía contraer su corazón ante tantas peripecias. Ahora, con más de un hijo a cuestas, aquellos relatos podrían haber sido parte de su pasada niñez, pero eran el todo de sus expectativas futuras.
Los chicos crecieron.
Él también.
La vida fue grata y recompensó sus esfuerzos.
Hoy hombres, los delfines nadaron sus propios caminos y un buen día enviudó.
Era el momento de comenzar -en serio- el galanteo tantas veces pospuesto, su tan esperada oportunidad de empezar a rondarla abiertamente. Ahora creía saber cómo halagarla hasta llegar a seducirla.
Era cuestión de tiempo.
Pero necesitaba de un elemento fundamental que le permitiera percibirla en profundidad, y en su discernimiento, comprendió lo ineludible de conocerse a sí mismo, si no lo hacía ¿cómo pretender llegar al alma de ella?
Pasaron noches y días.
Días y noches.
Y entonces, cuando comenzó la experiencia de reconocerse como luz en acción.
En su incursión sostenida hacia el interno de su ser, escarbaba sumergido en si y comenzaron los cambios del andar veloz en el tiempo que antes le parecía perdido.
Estrenó la certeza de concebir primero la necesidad de recorrer hacia adentro para luego navegar por la mar, donde no hay juicios, ni más valores de los que cada quien se endose, tampoco castigos sino más bien el tasar desde el amor todo cuanto le rodeaba. Un amor que había ido aprendiendo sin otro maestro que él mismo, pues quienes podían haberlo sido, le mostraban caminos diferentes al que ya él había encontrado.
Pero eso lo comprendió cuando deseo una amante.
Amante a la que no se había nunca atrevido a enamorar, y a quien hasta ahora, se aproximaba en suaves flirteos. Entonces comenzó el cortejo formal con quien sería su concubina definitiva, su manceba. Las otras sólo fueron tiempos breves. A ésta la pretendía para el resto de sus días.
Ahora, al iniciarse consigo mismo, pudo también emprender el profundizar en el alma de ella, quien serpenteante, en su inmensa soledad, se abandonaba entre el celeste esplendor de dos azules.
Entonces adquirió a Nereo, el velero que le acompañaría en su romance.
Lo bautizó con el nombre de uno de los dioses del mar cuya historia lo había fascinado, relataba haberse casado con la hija del titán Océano. Era Thethis, diosa de las aguas con quien engendró tres mil hijas y otros tantos hijos. Más tarde llegó a ser como él era ahora: un viejo sentado sobre las olas ostentando sus atributos, que si en él representaban la abundancia, en Océano mostraban un fabuloso dragón.
Y en el silencio del resonante murmullo en su magna soledad, comenzó a hacer la corte a su enamorada. Abrió la ventana y se permitió el despertar de su alma hasta asfixiar su espíritu.
Destejió añejos saberes utilizando como brújula la tarántula celeste que formaban las estrellas, conoció a sus criaturas y se hizo su compañero. Con ellas, comenzó a tramar nuevos sueños para recorrer su vida, siempre con un canturreo de gastadas melodías.
Tuvo encuentros con perdidos episodios que lo llevaban a reencontrarse con el amor. Ahora podía hacerlo sin apremios, la tenía de su lado.
Y el cansancio de estar vivo comenzó a desaparecer, reinauguró la alegría, la abrazaba y ella, candorosa, se dejaba cortejar y mirándose al espejo le relataba quimeras.
Sobre ella, maduró.
Cambió el fuego azul de sus ensueños por la potestad de surcarla a placer.
La mar se hizo su dueño y él, en un abrazo, se entregó en piel y entrañas.
2 comentarios:
Me parece fantástica tu narración de ese viaje. Puedo sentir estar ahí. Me encanta el vino, los trenes, los pueblos y la comida de aquellas tierras a las que pienso regresar en algún momento. Sin duda uno de los mayores secretos de la magia radica en la sencillez de disfrutar el presente y compartirlo.
Sal y Espuma me recuerdan a esa búsqueda muy personal a la que tarde o temprano todos despertamos, esa búsqueda de lo sutil, de lo inconmensurable, de ese amante absoluto que no tiene forma y que, sin embargo, es la verdadera razón por la cual estamos aquí. Un día frente a esa inmensidad reflexioné: Navegamos en un océano de amor hacia el corazón de Dios.
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