La noche anterior, con setenta y dos invitados, todos familiares más o menos próximos, se había celebrado la boda de Aymara. Tres años de noviazgo velaron otros tantos de oculta complicidad culminando en el casorio.
Se habían conocido en un baile de quinceañeras. Ella ya no lo era. Iba acompañada del joven que la pretendía. Él era el invitado de honor. Estaba a la conquista de la hermana de quien había armado la fiesta. ¡Y que sarao éste! Tequeños, pastelitos, taquitos de jamón coronados con otros de queso y las infaltables bolitas de carne, complementaban el convite.
Entre Aymara y Rosendo, ojitos iban, ojitos venían. En una de tantas vueltas que daba la música, pasaron de ojos a manos, y a la salida de la fiesta ya había un acuerdo de encuentro.
Y lo hubo.
Sólo pasaron horas desde la despedida de la noche en que se conocieron, para que Rosendo tocara la campana de la casa de Aymara. Abrió la puerta la matrona del lugar, sorprendida por el empaque del joven que la enfrentaba. Con una flor de cayena en sus manos, la saluda –pomposo-, y con prisa le hace saber que la noche anterior quedó deslumbrado por su hija y aquí estaba, en su búsqueda.
Lo que calló es que ya había un casi compromiso entre la hermana de la dueña de la fiesta y él.
Eso, bien que lo silenció.
Angelina, la madre de Aymara ya lo había identificado, aunque alcahueta, sin decirle nada le acompaño a la sala. Mientras la hija se arreglaba para ir al encuentro del galán, la madre lo agasajaba con un colao, café claro preparado con una rama de canela. Así, hábilmente, le sacó la información que luego le serviría para precisarlo.
Siete semanas fueron suficientes para que se armada el escándalo mayor en la pequeña pero apretada comunidad. El novio de Aymara pidió explicaciones. La novia de Rosendo exigió cumplimiento. Ni el uno ni el otro se dieron por aludidos, y mientras los dimes y diretes eran la cotilla de las tenidas de chismes, la pareja dio inicio a las de manoseos.
Poco tiempo pasó para ir a la acción con un riguroso conteo de los días propios para engendrar. En esos, Aymara aprendió –con su dúctil maestro- a girar su cuerpo. Todo con tal de evitar el embarazo. Todo con tal de no prohibirse un rato de placer.
A Rosendo lo traía como loco. Inventaba sonatas y fugas que lo mantenían enardecido, hasta que no le quedó más remedio que pedir su mano, puesto que todo lo demás ya lo había obtenido.
Preparativos, corre corre, buscar los recuerditos, ordenar el banquete, amén de una aparatosa torta de bodas, con los correspondientes pisos que –en el tope–, mostraban una cándida pareja de novios.
El padre Herminio de la Cruz Yfollar, a quien todo el pueblo conocía como el Padre Yfollar, tenía dispuesto desde el órgano pulido y afinado hasta las flores, frescas y olorosas. El altar mayor relucía cuando Aymara y Rosendo hicieron la pasarela. El sacerdote se lució en la liturgia. Los novios se esmeraron en las miradas que se obsequiaban. Los familiares, acompañados de algunos invitados, soltaban alguna deliberada lágrima.
Un ollón de caldo de gallinas y verduras troceadas fueron la continuación del brindis de ron con jugo de parchita y toques de agua soda, para darle un tono ámbar que, acompañado de burbujeo, semejaría la champagne.
Los familiares pasaban a felicitar a la novia, sobrina de unos ahijada de otros. Ella modosa, jugaba a dar la apariencia virginal que se esperaba. ¡Y vaya que lo representaba a carta cabal!, si hasta se ruborizaba. Pero sólo del cuello hacia arriba, porque del resto, los rubores eran ya historia antigua.
Los más viejos la manoseaban un rato con la excusa de darle un abrazo de felicitación. Eso si, procuraban siempre que las dos masudas protuberancias les rozaran aunque sólo fuesen los hombros.
La fiesta no fue muy larga.
A las once de la noche ya la doncella apremia al consorte para que se fuesen y así lo hicieron. Con pocos avisos y ninguna despedida, se desdibujan del salón del festejo. Atrás dejan el jolgorio, los pocos pastelitos que quedan y más de la mitad de la torta de pisos, a la que previamente le han quitado uno para guardarlo como recuerdo.
Tan pronto partieron la música cesó. Los invitados comenzaron a despedirse. Cada uno llevaba –envuelto en celofán-, una parejita plástica de novios como recuerdo de la ceremonia. Otros, en una servilleta de papel, esconden un trozo de torta, pues alegan que desayunar con ella traería buena suerte.
Los parientes de los recién casados, acongojados y mustios, con la nostalgia de la pérdida y la tristeza de unos tragos de más, también se fueron.
La casa, vacía, parecía el palacio de la magia. Al abrirse la puerta de entrada, justo al frente, una alfombra de pelo alto exhibía sobre ella, oronda, una mesa ovalada de palo de rosa, repleta de figuritas de Capo DiMonte. Unos pasos más allá, la foto maquillada de los dueños de la casa, gobernaba el espacio. Sonrientes si bien rígidos en su expresión corporal, mostraban su recientemente adquirida prosperidad.
Ahora se encontraban de viaje. Era preciso renovar sus vestuarios y Angelina, la fiel Angelina, quedaría como siempre a cargo no sólo de la casa y la piscina, sino también de la colección de periquitos; los australianos, los zulúes y los…. Ella era infalible y honesta. Todo lo hacia con lealdad y prudencia.
La mañana que siguió a la boda, Angelina tenia un ratón cuya cola le servia de estola. Al despertar llamo a la comadre, una vecina y dos primas. También convido a Perucho el carnicero de la tienda del frente; a un hermano de Rosendo a quien algunos tildaban de “raro” por sus delicados modales. Sin embargo ella le había descubierto miradas que la sofocaban. También invitó a un amigo que vivía en una pieza alquilada algunas casas más allá. Hombre solitario, bebedor de cerveza, único ser letrado del vecindario. Ocasionalmente ella le convidaba a una “fría” que él aceptaba mendigando la compañía que de otra forma no tendría.
Se habían hecho confidentes.
Los invitaba a un almuerzo tardío. Celebrarían la boda.
Las primas fueron encargadas de abrir a quien tocara la puerta. Las dejó a orillas de la piscina, no sin antes ofrecerles la guarapita que anoche no habían consumido, una botella de guisky y mucha Coca Cola.
En la cocina había bandejas de pernil sobre rodajas de pan y otras de sanguches de pisos rellenos de pasta de jamón en uno con pasta de queso en otro. Quiso poner unos panecillos con ese pescado ahumado que había aprendido a degustar, pero huele a podrido y prefirió no hacerlo, cosa de que sus invitados no tuviesen su mismo paladar. Un redondel completo —parte de la torta nupcial de la noche anterior— acompañaría el almuerzo.
Uno a uno los escasos invitados fueron llegando. Las carcajadas se expandían por toda la casa a la par que un olor dulzón a melao algo rancio, propio de las casas cerradas.
Tan sólo por hoy Angelina se había mudado a la habitación de huéspedes de la mansión. Allí tenía todo listo para cambiarse de ropa y pasar la noche. Mientras en el piso inferior todo marchaba a las mil maravillas, ella procedería a arreglarse.
Triunfal, apareció vestida con el mismo traje que la noche anterior engalanara la falsa doncella. Sus cortos y desteñidos cabellos sobresalían de una pamela de ala ancha con un puñado de margaritas, todo cubierto con un agrisado velo de tul y sin mayor maquillaje que un rabioso rojo mordiéndole los labios. A su lado, el “raro” la escoltaba.
Trajeado de blujin negro, franela blanca de marga larga con una corbata sobrepuesta, y zapatos de goma negros con trenzas rojas, él se dejaba conducir —airoso— por su futura esposa.
Sin más invitados que los que había, Sempronio, el amigo de la doña y de las frías, se alistaba para comenzar la lectura de los preceptos que marcan toda unión “hasta que la muerte los separe”.
El nuevo amanecer mostró a la recién casada aun pasada de tragos, con su habitual uniforme de doméstica en casa de ricos y empuñando el arma cotidiana: una escoba.
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